Derribando la meritocracia
- Florencia Calderon
- 17 jun 2018
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 13 feb 2019
“En la calle me recibí en el arte de sobrevivir,
revolviendo basura, juntando lo que este sistema dejo para mi” Attaque 77
El día que se enteraron que ibas a venir, todo cambió para siempre.
Antes de que nazcas, tus papás ya te esperaban con ansias. Habían organizado minuciosamente tu baby shower, porque claramente no podía faltar el tuyo.
Tus papás planearon todo al pie de la letra: hubo una torta hermosa de color celeste, porque como ya todos sabían, ibas a ser bien varón; hubo souvenirs con tu nombre, juegos, masitas decoradas, alfajores de diversos sabores y muchas cosas más. Te iban a llamar Damián.
Cuando naciste, tu mamá quedó internada en una de las clínicas privadas más prestigiosas de la ciudad, el trato de los médicos era acorde al pago realizado para ser atendido; y luego, como eras el primer varón te vinieron a conocer familiares de todos lados.
A medida que fueron pasando los años creciste rodeado de amor, afecto y muchas actividades: hiciste natación, piano y estudiaste inglés hasta aprender a hablarlo como un nativo, porque vos sí naciste para ser siempre el mejor, o al menos eso te hicieron creer.
El transcurso de tu primaria, secundaria y universidad, fue en las mejores instituciones privadas, donde ni un paro ni una lluvia podía interrumpir tus actividades, porque como todos sabemos, el que en verdad quiere, puede, y vos pudiste. Comenzaste a trabajar ya recibido y emprendiste a alcanzar tus sueños: pudiste viajar por el mundo, tus padres te regalaron tu primer auto y vos lograste comprarte una casa con mucho esfuerzo y trabajo. Hasta que un día conociste a Marcos.
Marcos tiene diez años, y su vida en cambio no fue tan propicia. Su mirada transmite tranquilidad y un poco de vergüenza también; viste un jean, una remera de Dragon Ball Z y unas ojotas que dejan al descubierto sus andanzas a tan corta edad. En vez de jugar y estudiar, como todo niño de su edad, tuvo que salir a vender bolas de fraile para poder comer y aprender. El Estado se olvidó de Marcos y de otros niños y niñas como él. El Estado le dio la espalda, no le garantiza el acceso a la educación. El Estado le dio la espalda a sus padres también ya que no le puede asegurar un trabajo digno en condiciones salubres. El Estado se olvidó de un gran porcentaje de la sociedad, pero después viene alguien como Damián a festejar que Marcos, como él, también se esfuerza para tener un futuro en prosperas condiciones.
Damián ignora que su condición de vida ha sido totalmente diferente. Damián ignora que aquello que defiende es trabajo infantil. Damián ignora que mientras él jugaba, Marcos se encontraba en la calle tratando de sobrevivir al hoy. Porque para los “Damianes” es más cómodo atribuirle culpa aquellos que padecen las desigualdades sociales justificándolas a partir de un esfuerzo insuficiente. Damián se contenta al saber que Marcos antes de pedir, trabaja a sus diez años, sin importarle el retrato desgarrador de esta diferencia e indiferencia social que nos ahoga. Damián cree que el que no trabaja es porque no quiere y afirma que si nos esforzamos lo suficiente alcanzaremos nuestras aspiraciones. Damián y otros alienados menos favorecidos, aplauden que la famosa cultura del trabajo comienza a resurgir lentamente en niños donde la soga les aprieta cada vez más el cuello.
Marcos dice que quiere ser médico, pero lo que no sabe es que sus sueños son tan grandes como la desproporción de la distribución de la riqueza y que mientras él sueña en cumplir sus proyectos desde “abajo”, hay otros que ya los tienen construidos desde su nacimiento.

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