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Felicidad en frasquitos

  • Foto del escritor: Agustina Girardelli
    Agustina Girardelli
  • 26 jul 2019
  • 3 Min. de lectura

Según el estudio epistemológico de Salud Mental realizado en el año 2018 por la Facultad de Medicina de la UBA; uno de cada tres argentinos sufrió o sufre un trastorno mental en alguna etapa de su vida. La edad media de aparición son los 20 años. El porcentaje mayor corresponde a los trastornos de ansiedad, en los que se incluye el ataque de pánico. En segundo lugar aparecen los trastornos de estado de ánimo, con la depresión como principal malestar, que se considera que en el 2020 va a ser uno de los más frecuentes en la población en general.

Parece entonces que es algo común, uno de cada tres es una cifra bastante alta. Sin embargo, de esto poco se habla. ¿Por qué?

Delfina Chaves, actriz argentina, publicó en su cuenta de twitter el siguiente mensaje luego de que los medios salieran a hablar de “los trastornos que padece la actriz”:

“Me sorprende la cantidad de gente que sufre este trastorno, pero más aún me sorprende como los medios siempre tienen que esperar a que alguien con algunos seguidores admita que lo sufre, para empezar a hablar al respecto”

“Hablemos sobre salud mental. Sobre exagerada auto exigencia. Hablemos sobre ansiedad y sobre depresión...para qué? si no vende. ” .

Es así, se habla de lo que vende, porque en la sociedad actual todo tiene que ser una mercancía para ser vendida y consumida. La felicidad se vende en frasquitos.

Gilles Deleuze, filósofo francés, considera a la sociedad actual como sociedad de control. En ella, se pasó de la visión del individuo como cuerpo o masa a la visión del individuo aislado, donde hay “una rivalidad inexplicable (…) que opone a los individuos entre ellos y atraviesa a cada uno, dividiéndolo en sí mismo”. Es decir, el lazo entre las personas se ha roto, los vínculos se han disuelto y el otro se convierte en un oponente, señal de peligro. Entonces ¿Qué nos une al otro? No hay vínculo que pueda establecerse con un otro, si este es considerado una competencia, si se lo ve como alguien que puede destruir lo que, bajo una lógica meritócrata, se entiende que construye el esfuerzo individual. Se señala que la vida en sociedad es una carrera para ganar posiciones, donde el otro es un contrincante al que hay que vencer. Para ello la responsabilidad esta puesta en cada persona, obligada a actuar en pos de su propia mejora económica. Todos son catalogados como emprendedores; una imposición forzada a la iniciativa individual constante que culpabiliza al individuo de sus fracasos. Una sociedad de estas características, donde los vínculos se han roto, es una sociedad predispuesta a padecer el pánico.

Se le pide a los sujetos que estén en todas partes y en todo momento, la experiencia del estar ahí como constante, sea donde sea que se esté físicamente. Una materialidad desdibujada que permita que el cuerpo pueda repartirse en múltiples espacios. Pero estar en todos lados al mismo tiempo puede ser igual a no estar en ninguno.

Los cuerpos reaccionan a través de estas patologías (estrés, pánico, depresión) como respuesta a la presión que se imprime sobre ellos. Sin embargo el capitalismo los necesita activos. Para ello se vende el paquete de la felicidad, con slogans que tratan a las emociones como elementos de una empresa que se pueden gestionar para encausarlos hacia la máxima productividad. La angustia y el dolor son tumores que hay que extirpar. Aparecen “tratamientos” como el coaching personal, o la autoayuda con frases o técnicas para la superación personal y el control de los pensamientos. Es la lógica de la empresa que cada uno debe auto aplicar en su vida. No se tolera la infelicidad porque esta bloquea la productividad.

La vida industrial necesita organizar y controlar todo, incluso el dolor.

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